30 jun 2007

Una verdad incómoda


Recientemente pude ver el documental de Al Gore “Una verdad incómoda”, un film algo artificioso, efectista, en el que el ex-candidato a la presidencia de Estados Unidos se muestra como un mesías que nos anuncia el fin de la vida en la Tierra. Con una puesta en escena más parecida a los telepredicadores que abundan en las televisiones locales que a un simple conferenciante, era aplaudido por las masas ante verdades evidentes como la contaminación o el cambio climático.
El diablo, enmascarado de dióxido de carbono nos acecha, nos espera en cualquier esquina agazapado, oculto en la oscuridad, preparado para asestarnos el golpe final. Gore es nuestro salvador, con su ejercito de Arcángeles cargados de buenas intenciones nos remite a la siempre denostada lucha del bien contra el mal, pensamiento lineal. Buenos y malos. Se le nota herido por la pérdida de la presidenciales frente a Bush, “lo intenté, pero no me hicieron caso, y ahora todos pagaremos por ello”, comenta con vehemencia como si de una sentencia bíblica se tratase, mientras nos muestran imágenes de él, unos años antes y sin apenas canas, defendiendo esas tesis e intercalando “frames” de catástrofes naturales que sobrecogen a cualquiera. Propósito conseguido.
Reconozco que en algún momento del documental se me cerraron los ojos, un mensaje algo repetitivo y falto de ritmo hacía que mis párpados sucumbiesen a la ley de la gravedad y a las ocho horas de trabajo que mi cuerpo acumulaba en su haber.
Lo cierto es que cuando extraje el DVD del reproductor y lo guardé en su cajita con sumo cuidado, puesto que lo tenía que devolver al día siguiente a una amiga que tiene sus películas guardadas como oro en paño, admito que yo con las mías hago lo mismo, se me vinieron encima algunas reflexiones.
Buen trabajo, pensé, si después de ver una película te asaltan reflexiones, pensamientos, dudas, críticas, sonrisas o lágrimas, inquietudes, es que el film a conseguido su objetivo, su meta, transmitir un mensaje.
La utilización que cada uno haga de ese mensaje sólo le pertenece a él, a nadie más, puedes tirarlo a la basura, aunque en este caso y debido a la temática sería mejor reciclarlo, puedes también hacer una bandera de ello, comentarlo con tus vecinos mientras compartes el ascensor, o apuntarte a una Organización no Gubernamental en defensa del medio ambiente.
Yo, ese día tomé una firme decisión, quiero ayudar a rebajar las emisiones de CO2, es por ello que “nunca me haré vegetariano”. Sí, sí, la decisión está tomada, nunca jamás me haré vegetariano, es más, cuando me encuentre con alguno le explicaré el mal que está haciendo al mundo comiéndose las plantas que transforman el CO2 en oxígeno; en vez de comer carne de animales que, en proceso inverso, intercambian el oxígeno en dióxido de carbono que destruye el planeta, nuestro querido planeta.
Los vegetarianos están acabando con nuestro ecosistema y contribuyendo de forma irreversible al cambio climático y a la destrucción de la vida en la Tierra tal y como la conocemos. Tras esa aseveración, aquella misma noche expulsé de la nevera a una triste lechuga que no acababa de entender nada, no me ensañé, aunque tuve ganas de hacerla en juliana, pero estoy en contra de la pena de muerte, simplemente la deposité en una bolsa y la entregué al personal de limpieza para que recorriese en camión su último viaje, fue exiliada, desterrada al vertedero. Estábamos salvados.

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